Sé perfectamente que no soy la mujer a la
que gusta, de normal, a todos los hombres y mujeres de este mundo. Y lo sé, no
porque me subestime ni sea pesimista o destructiva conmigo misma, sino porque
no soy el estereotipo de mujer de ahora.
No tengo el pelo largo y liso u ondulado,
voluminoso, hasta el ombligo. No tengo unas piernas largas y finas o un torso
delicado y esbelto. No soy alta. Soy delgada y tengo bastante pecho, que cae
por su peso. No tengo la piel blanca como la porcelana ni los pezones pequeños
y rosados como los pétalos de una flor. Me gusta pensar que tengo una cara
bonita, aunque dañada por las ojeras, alguna espinilla esporádica y la
desafortunada psoriasis, también repartida por mi cuerpo.
Pero, adivinad qué. ¿Por qué nos gusta leer
o escribir? Pensaréis que esto no tiene nada que ver con todo lo que acabo de
decir. Os equivocáis.
Aquellas personas que juzgan un libro sólo
por su portada, se pierden historias.
Las portadas pueden ser aleatorias,
escogidas por alguien que no es ni el propio autor del libro. Las palabras no.
Las palabras, las historias, tienen mucho
más significado que las portadas de un libro.
Disfrutamos de un libro realmente cuando
leemos la historia y se nos pone la piel de gallina. Cuando saboreamos las
palabras, de amor, de miedo, de tristeza, de amargura. Cuando olemos sus páginas e imaginamos escenarios y escenas enteras, de tensión, de paz, de
desafío y aventura, de monotonía. Cuando sentimos la lluvia y la brisa del aire calando en nuestros huesos. Cuando le ponemos ruidos, sonidos, banda sonora de forma
inconsciente. Cuando los vivimos.
Así es como nos gusta una historia; así es
como conocemos y vivimos un libro. Y de la misma manera, es como conocemos a
las personas y vivimos con ellas.
Por eso, aunque como ser humano, animal, no
puedo evitar sentirme tanto yo como otros atraída por alguien, no me importa el
físico. No me importa su portada.
Me gustan las personas. Quiero leer
personas.
Quiero oler su ropa, su pelo, su aliento y
descubrir lo agradable y lo desagradable. El olor a limpio, el sudor, el
tabaco, el café o el alcohol.
Quiero ver sus ojos, sus pupilas, saber si
sus manos son bastas o como las de un pianista. Si se muerden las uñas. Si
tienen pecas o lunares, cuantas tienen y dónde.
Quiero ver cómo se mueven, si arrastran los
pies, si son gráciles y bailan; si son lentos o va con prisas a todos lados. Si
son calmados o nerviosos, ordenados, desordenados o completamente desastrosos,
destartalados y desaliñados tanto en su imagen como en sus vidas. Si llevan el
ritmo en las venas. Quiero ver sus películas y leer alguno de los libros que
han marcado en su ser.
Quiero oír sus voces. Agudas, graves,
monótonas, cantarinas. Oír las canciones de sus vidas, de su día a día. Sus
historias, sus secretos más profundos. Sus chillidos, berreos y susurros.
Quiero saborear, sus labios a besos, su
piel a mordisquitos, puede que otras cosas más obscenas… y sentirlos. Los abrazos, las caricias, los pinchazos. El cariño, la ternura, también el dolor.
No sólo sentir y saborear todo eso, sino
sus palabras, sus historias, sus vidas. Quiero que formen parte de mí.
Quiero recordar el momento que he
compartido con esas personas y no sólo eso, sino imaginarme sus vidas, como si
las hubiese leído, como si fuesen mías y las hubiese sentido en mis carnes y
las hubiese vivido.
Por todo esto, no sólo me gustan las
portadas de un libro, sino que me gusta leerlos.
Y, por encima de todo, me gusta leer personas.
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