28 de enero de 2013

Ojalá eso fuese así


Salió del bar cuando se percató de que nadie estaba pendiente de ella. Cuando eres una persona muy sociable, que habla con todo el mundo, la gente acostumbra a darse cuenta de si estás o no ausente. Aprovechando una de estas distracciones, que estaban todos ocupados jugando al billar, al futbolín o hablando con alguien, se apartó de los demás sin levantar sospechas.

No se había llevado el abrigo y hacía frío. Era una noche de enero, en pleno invierno y con el cielo revuelto. Unas finas gotas de lluvia caían y el aire frío le calaba en los huesos mientras las gotas caían sobre su pelo, sus mejillas y sus manos. Le gustó sentir, por unos momentos, la suavidad de la lluvia y el frío aire en su cuerpo. Momentos después, lo maldijo. Pero pronto se le olvidó.

Algo más intenso y profundo brotó de las profundidades de su mente, sus sentidos y el latir de su corazón. Imágenes, recuerdos y sensaciones que no podía olvidar.

“Sólo el tiempo puede curarlo. Deja pasar el tiempo y todo se calmará y volverá a ser normal”. Se repetía estas palabras una y otra vez para intentar tranquilizarse, pero a la vez que las decía y se las decía una y otra vez, más nerviosa se ponía y más entristecía. Un pequeño sollozo, camuflado en suspiro, se asomó por su garganta, que controló antes de que se produjese el llanto. “Pero, ¿cuánto? ¿Cuánto tiempo ha de pasar? ¿Y por qué no ya?”

Las pocas personas que estaban fuera, al igual que ella, volvían a dentro al terminarse sus cigarrillos. Poco a poco los murmullos que escuchaba en un principio desaparecieron, quedando así sólo ella, sus pensamientos, el frío viento, la suave lluvia y el silencio.

Le echaba de menos. Se había pasado la noche mirándole de la manera más discreta posible. De la manera menos sospechosa. De forma distraída, como si fuese casualidad. Intentando que nadie se diese cuenta, que no hubiese ningún encuentro de miradas. Y cuanto más le miraba, más le admiraba: su piel pálida, sus ojos achinados y la profundidad que le transmitían, la comisura de sus labios un poco hacia arriba, como si estuviese siempre sonriendo, su tosco cuello, firme, su altura, su delgadez, sus manos temblantes, sus dedos largos y finos… Lo miraba y se tranquilizaba. Sólo percibía amabilidad… una amabilidad intachable, intocable. Sólo era. Sólo estaba. Y esa apariencia, junto a lo que sabía de él, de su personalidad y carácter, era lo que…

- ¿Qué haces aquí fuera?
Una voz conocida interrumpió sus pensamientos. Ella había acabado sentándose en el suelo, con la mirada perdida, y dirigió su mirada sorprendida hacia dónde provenía la voz masculina del pelirrojo.

- Nada – respondió ella con voz alta y clara.

- Está lloviendo y hace frío.

- Estoy bien. Ahora entraré.

Él se la quedó mirando unos instantes. Sabía perfectamente que era una chica friolera, así que no creyó posible ese “bien”, al menos no físicamente. Esperaba que ella le devolviese la mirada, pero no lo hizo. Intentó entender su actitud y descifrar aquello en lo que pensaba, pero sabía que adivinarlo era imposible. Ella era impredecible.  Optó por hacer las preguntas más directas y sencillas.

- ¿Estás triste?

- Sí – afirmó ella sencillamente, después de tragar saliva y pestañear un par de veces. Se abrazaba las piernas, sentada en el suelo. Parecía cansada.

- ¿Quieres que me quede contigo?

- No. Gracias – le soltó lo último como si se le hubiese olvidado agradecerle su preocupación y presencia. Lo cierto es que no podía pensar, sino sólo sentir. Sentir y desear que estuviese a su lado la única persona que no le apetecía quedarse con ella.

El pelirrojo echó un vistazo a su alrededor y, por último, a ella. Volvió dentro del bar sin decirle nada más. La conocía. Cuando obtuvo su respuesta supo lo que le pasaba. No creyó necesario hacerle más preguntas, pues sabía que ella no quería hablar. Y él tampoco quería inmiscuirse en sus problemas o entristecerla más removiéndole las entrañas. No era el momento para ser cínico. Tampoco era la persona indicada para reconfortarla, para ayudarla. Pero sabía que había otra persona que, quizá, sí pudiese. Aunque pensaba que a  él no le importaba lo más mínimo, pensó que él sí podría ayudarla. O, como mínimo, hacer que volviese a entrar y que dejase de comportarse como una estúpida, cogiendo frío allí fuera.

Cogió el abrigo de la chica y llamó la atención del chico. Éste le miró en respuesta.

- ¿Te importaría salir a fuera un momento y dárselo? – le dijo mientras le entregaba el abrigo azul.

- ¿Qué es esto? ¿A quién? – siempre hacía ese tipo de preguntas estúpidas. Sabía que era un abrigo, pero ciertamente no sabía de quién era. Aunque lo intuyó.

- A ella. He salido un momento a fuera y la he visto cogiendo frío, pero a mí no me ha hecho caso.

Se miraron unos segundos. Luego él se levantó, con el abrigo bajo el brazo, y se dirigió a la salida. Estaba un poco asqueado, pensando que no entendía por qué debía salir él a buscarla, por qué debía hacerse él responsable de su ausencia. Pero también estaba preocupado por ella, por imaginarse de lo que podía tratarse, y se sintió un poco culpable.

Tras la marcha del pelirrojo, ella continuó pensando, recordando: el verano, sus conversaciones, el cariño que se transmitía a través de las palabras, las tonterías, el cielo azul sin nubes, tumbados en el césped del parque, el primer beso, la calidez de sus labios, la suavidad y la lentitud de las caricias en la espalda, el tonteo, cómo él adivinaba que quería hacerle cosquillas, aunque ella se contuviese,  cuando se agachó para darle un segundo beso, ahora de despedida, el segundo reencuentro, las miradas, el tercer beso, sentados en el sofá, cómo la cogía de la cintura, de la mano, mientras veían la película, su aroma, un cuarto beso esporádico, el fin de la película y el nacimiento de otro beso que pronto desembocaría en algo más, el sudor, más caricias, el lametón en la nariz en la despedida… y el súbito fin de todas aquellas cosas.

La emoción la hizo temblar y derramó dos lágrimas saladas. Estaba deseándolo. Estaba deseando llorar. Era la única manera de sacar toda esa tensión, todos esos recuerdos que mantenía dentro de sí y que no podía ni podría olvidar, al menos por ahora. Quería desviar su atención a otras cosas, quería que pasase el tiempo. De hecho, ya había pasado algún tiempo… pero sus sentimientos no habían cambiado. Y eso la hacía feliz, pero a la vez, la entristecía. Le entristecía ver que no podía compartir ese amor que sentía, ni con él ni con nadie. No podía evitar sentirse sola; no podía evitar desear estar lo más lejos a su lado. A pesar de todo lo bueno y lo malo, no podía evitar…

Había salido y, antes de poder decirle nada, la vio llorar. Vio como le resbalaban las lágrimas, por primera vez. Siempre la había visto alegre, sonriente, incluso cuando quedaron, meses atrás, para hablar de lo que podían hacer, de cómo debían zanjarse las cosas. En aquel entonces, cuando la situación era tensa e incómoda, ella se mostró abierta, comprensiva, un poco alterada… pero en ningún momento demostró su tristeza. Y sin embargo, ahora parecía hundida. Y él no sabía que decir, ni que hacer, ni que pensar. Tragó saliva y la llamó por su nombre. Ella le miró sorprendida y medio asustada a la vez. Él no supo si acercarse más o guardar la distancia. Optó por lo segundo; le tendió el abrigo. Ella se levantó lentamente y, mirando al suelo, lo cogió y susurró un gracias que él, a duras penas, oyó.

Se puso el abrigo y, cabizbaja, volvió a apoyarse en la pared, ahora de pie, secándose las lágrimas. ¿Por qué estaba ahí? ¿Por qué había salido él?

Ambos guardaron silencio. Él porque ya de por sí era poco hablador y, además, no sabía qué decir y ella, por todo lo contrario. Tenía tantas cosas que decirle… pero ninguna tenía la suficiente fuerza para salir de su garganta en aquellos momentos.

El silencio se rompió, finalmente, tras soltar él un pequeño suspiro.

- Hace frío… ¿por qué no entramos?

Pero no obtuvo respuesta. No quería entrar y dejarla allí sola, pero no podía obligarla. No sabía que podía hacer. Aquella situación, verla así, le hacía sentirse a cada minuto un poquito peor. Decidió volver a intentarlo, captar su atención.

- Oye… - le puso la mano sobre el hombro y ella le devolvió la mirada. Pudo ver sus ojos vidriosos más de cerca, reflejando la tenue luz de las farolas. - ¿Qué te pasa? – quiso saber con exactitud.

Ella guardó unos segundos más de silencio. Pudo observar preocupación en su mirada. Sabía perfectamente que él no podía afrontar el verla de esa manera. Lo sabía porque lo sentía. Y ella odió no poderle sonreír. Odió no poder contestarle tranquilo, estoy bien. No te preocupes. Sabía que diciéndole eso no se solucionaría nada. Él continuaría preocupándose, porque él era así: no podía evitar sentirse mal por las personas. Pero al menos, con una sonrisa, le habría quitado un leve peso de encima.

En cambio, esta vez no pudo hacerlo. Ella se sintió culpable por no ser más fuerte. Se sintió mal por no poder hacerle, de una manera u otra, feliz.

- No puedo – sollozó ella, en respuesta a su pregunta.

- ¿No puedes qué? – se extrañó por sus palabras; no entendió la respuesta y soltó esa pregunta casi automáticamente.

- No puedo olvidarte. No puedo… - dejó la frase sin terminar y empezó otra nueva – No consigo distraerme. Aunque hayan pasado unos meses, no consigo dejar de lado lo que siento por ti. He intentado… Lo he llevado lo mejor que puedo hacerlo. Dijiste que fuésemos amigos y yo me he comportado como tal, como una más, con normalidad. Haciendo bromas y todo eso… intentando quitarle importancia ¿sabes?

Hubo unos segundos de silencio y, después de aguantar la mirada, ella continuó hablando.

- Quería que todo volviese a la normalidad cuanto antes, que pudiésemos hablar despreocupadamente de cualquier cosa como antes. Como si fuésemos amigos de verdad. No sé si me explico. He intentado no obsesionarme con todo esto y la verdad es que lo he conseguido. Al principio, ya lo sabes, lo pasé un poco mal. Pero ya está. Sólo eso. Lo normal… Y aunque ahora esté mejor, aunque todo sea “más normal”… - se iba trabando con las palabras. Quería expresarse lo mejor que podía en aquellos momentos. Respiró hondo, sabiendo que, pronto iba a resultarle vergonzoso todo lo que querría decirle.- Aún te echo de menos. Y no puedo hacer nada para dejar de sentirme así. Quiero que pase el tiempo y que se acabe esto de una vez, de verdad. Y no porque no me guste lo que siento por ti, sino porque temo ser una carga para ti. Temo no poder controlar esto, que se me vaya de las manos, y que acabe destrozando lo que tenemos. Sé lo que quiero y sé lo que no quiero: quiero estar contigo, pero no quiero estarlo si sé que con ello no eres feliz. Pero esas ideas, juntas, no son compatibles. Tengo que luchar cada día por retener esos sentimientos, por controlar los impulsos. Y quiero hacerlo porque, si no lo hago, creo que esto acabaría mal. Y eso me haría también infeliz a mi. Pero a veces siento que no puedo controlarlo. A veces llego a mi límite.

Es insoportable la sensación de querer hacerlo y darlo todo y no poder hacer nada. Me siento impotente. Todo lo que puedo hacer es mantenerme al margen… Y observarte desde lejos. Contentarme con hablarte, mirarte y mantener la distancia. Y mientras hago eso, más te admiro y más te amo. Amo todo lo que eres. Te amo, hasta el último centímetro de ti. Incluso aquellas cosas que odio, como que seas callado, no saber lo que piensas, lo que sientes, lo que realmente te importa, lo que es de tu vida. Odio no poder acariciarte, besarte, abrazarte, mimarte sin necesidad de recibir nada a cambio (pues para mi ya es un placer hacer todo eso). Y a la vez que lo odio, amo todo esto y más. Amo que seas distante, porque pienso que estás siendo respetuoso y considerado conmigo. Amo que seas callado porque no necesito saber todo lo que piensas. Sólo necesito sentirlo. Y siento que estás aquí, a mi lado. Y sólo con ello me haces feliz. Sólo con saber que existes, que existe una persona como tú, me hace feliz. Porque sé que nunca harías daño a nadie. Que aunque fueses egoísta, aunque hicieses las cosas por tu bienestar, por tu felicidad, lo harías sin ninguna intención de herir a nadie. Y lo harías, de la misma manera que quisiste mantener la distancia conmigo, de la mejor manera posible. Eres educado, amable, cariñoso. Eres distraído, pero a la vez atento. Eres inteligente, atractivo, adorable. Eres respetuoso y también un poco pasota. Eres un cúmulo de cosas que se contradicen y que, a la vez, tienen sentido.

Te amo porque eres así y no cambiaría nada de ti. Eres perfecto en lo imperfecto. Y te amo porque eres tú. Tú y nadie más.

Sé que no eres imprescindible en mi vida, pero haces de ella todo lo más bello que ella pueda ser. Y sé que no te necesito, porque sé que, algún día, podría continuar adelante, o eso quiero pensar. Quiero y necesito pensar así porque, sino, me hundiría. Pero aunque pienso y siento todo eso, ojalá te quedases conmigo. Ojalá te tuviese, aunque sé que nunca te tuve, ni te tengo ni te tendré. Porque sé que eres libre y siempre lo serás. Porque amo que seas así y espero que siempre lo seas.

Pero ojalá, por unos segundos, te tuviese y fueses mío. Ojalá, por unos segundos, me amases tú a mi igual. Ojalá fuese tuya, aunque también soy libre. Ojalá me deseases como te deseo, como te amo. Ojalá, por unos instantes, por unos segundos infinitos, eso fuese eterno.

Ojalá eso fuese así.

10 de enero de 2013

El olor de los libros


Cuando compras un libro nuevo y pasas las hojas, muchas veces notas su olor. Para mi no es un olor desagradable.

Cuando estoy sola, mientras escucho el silencio, concentrada mientras leo, paso las hojas y me viene ese olor a nuevo. Parece el olor de un periódico, pero al ser un libro lo noto algo diferente. Es un olor que me relaja. Inconscientemente cierro los ojos y parece que esté introduciendo cada una de las letras que contiene el libro que tengo entre manos dentro de mi cuerpo. Podría ser por eso que a mucha gente le aburre leer. No sólo porque un libro contenga demasiada letra, sino por el olor. Es un olor tan relajante que a veces hasta puede aburrirte (o dormirte).

Con los libros viejos o usados también pasa lo mismo, sólo que éstos tienen un olor más seco. El tiempo los desgasta y pierden un poco de vida, aunque eso no quiere decir que no sean interesantes.

Este olor me pareció interesante, porque desde mi punto de vista no mucha gente se fija.

Pienso que hay olores muy comunes, como por ejemplo el de la comida a la hora de comer. Tu estómago está tan vacío que percibe el olor de la comida enseguida. Sea un potaje o una tortilla de patatas, pero ¿cuándo percibe uno el olor de un libro? Quizá estamos tan acostumbrados a oler los libros de la escuela que ni siquiera nos damos cuenta del olor de un libro.

¿A qué huele un libro? ¿A alegría? ¿ A tristeza? ¿A amor?
Quién sabe. Es un olor olvidado.

*Este escrito es en realidad una redacción que hice en el instituto para una asignatura optativa en la que nos pidieron escribir sobre un olor. Ya tiene seis años.

3 de enero de 2013

Quiero leer personas


Sé perfectamente que no soy la mujer a la que gusta, de normal, a todos los hombres y mujeres de este mundo. Y lo sé, no porque me subestime ni sea pesimista o destructiva conmigo misma, sino porque no soy el estereotipo de mujer de ahora.

No tengo el pelo largo y liso u ondulado, voluminoso, hasta el ombligo. No tengo unas piernas largas y finas o un torso delicado y esbelto. No soy alta. Soy delgada y tengo bastante pecho, que cae por su peso. No tengo la piel blanca como la porcelana ni los pezones pequeños y rosados como los pétalos de una flor. Me gusta pensar que tengo una cara bonita, aunque dañada por las ojeras, alguna espinilla esporádica y la desafortunada psoriasis, también repartida por mi cuerpo.

Pero, adivinad qué. ¿Por qué nos gusta leer o escribir? Pensaréis que esto no tiene nada que ver con todo lo que acabo de decir. Os equivocáis.

Aquellas personas que juzgan un libro sólo por su portada, se pierden historias.

Las portadas pueden ser aleatorias, escogidas por alguien que no es ni el propio autor del libro. Las palabras no.
Las palabras, las historias, tienen mucho más significado que las portadas de un libro.

Disfrutamos de un libro realmente cuando leemos la historia y se nos pone la piel de gallina. Cuando saboreamos las palabras, de amor, de miedo, de tristeza, de amargura. Cuando  olemos sus páginas e imaginamos escenarios y escenas enteras, de tensión, de paz, de desafío y aventura, de monotonía. Cuando sentimos la lluvia y la brisa del aire calando en nuestros huesos. Cuando le ponemos ruidos, sonidos, banda sonora de forma inconsciente. Cuando los vivimos.

Así es como nos gusta una historia; así es como conocemos y vivimos un libro. Y de la misma manera, es como conocemos a las personas y vivimos con ellas.

Por eso, aunque como ser humano, animal, no puedo evitar sentirme tanto yo como otros atraída por alguien, no me importa el físico. No me importa su portada.

Me gustan las personas. Quiero leer personas.

Quiero oler su ropa, su pelo, su aliento y descubrir lo agradable y lo desagradable. El olor a limpio, el sudor, el tabaco, el café o el alcohol.

Quiero ver sus ojos, sus pupilas, saber si sus manos son bastas o como las de un pianista. Si se muerden las uñas. Si tienen pecas o lunares, cuantas tienen y dónde.
Quiero ver cómo se mueven, si arrastran los pies, si son gráciles y bailan; si son lentos o va con prisas a todos lados. Si son calmados o nerviosos, ordenados, desordenados o completamente desastrosos, destartalados y desaliñados tanto en su imagen como en sus vidas. Si llevan el ritmo en las venas. Quiero ver sus películas y leer alguno de los libros que han marcado en su ser.

Quiero oír sus voces. Agudas, graves, monótonas, cantarinas. Oír las canciones de sus vidas, de su día a día. Sus historias, sus secretos más profundos. Sus chillidos, berreos y susurros.

Quiero saborear, sus labios a besos, su piel a mordisquitos, puede que otras cosas más obscenas… y sentirlos. Los abrazos, las caricias, los pinchazos. El cariño, la ternura, también el dolor.

No sólo sentir y saborear todo eso, sino sus palabras, sus historias, sus vidas. Quiero que formen parte de mí.

Quiero recordar el momento que he compartido con esas personas y no sólo eso, sino imaginarme sus vidas, como si las hubiese leído, como si fuesen mías y las hubiese sentido en mis carnes y las hubiese vivido.

Por todo esto, no sólo me gustan las portadas de un libro, sino que me gusta leerlos.

Y, por encima de todo, me gusta leer personas.