15 de junio de 2013

Paseos nocturnos en la playa

Me invitaste a tu pueblo de veraneo. Bueno, en realidad no lo hiciste: me autoinvité. Te dije si te aburrías en una de esas noches en las que te vi conectado, algo extraño, pues no tienes internet allí, sólo cuando usas el móvil de tu padre como wi-fi. Te dije que si te aburrías mucho podía ir a hacerte una visita, así nos aburríamos juntos y, a la vez, nos desaburríamos un rato. Fue extraño, como siempre. Empezó como broma, pero al final allí estaba yo, en una casa en la playa, contigo.

Fue sólo un fin de semana. Por las mañanas nos levantamos para ir a visitar algo de los alrededores, para bañarnos y tomar el sol, para inventarnos historias y reírnos de la gente, para hablar de nuestros amigos y de lo que estaba siendo el verano.

Y entonces llegó la noche del último día. La noche anterior habíamos salido con tus amigos a los chiringuitos que había en el pueblo de al lado, pero ese día estábamos demasiado cansados como para salir a brincar y a hacer el tonto. Acumulamos cansancio del día anterior y el sol no ayudó a reponernos en ese día. Aún así, eso no nos detuvo para dar un paseo nocturno por la playa.

Eran las dos de la noche, caminábamos descalzos sobre la húmeda arena y las frías piedras. En silencio, escuchábamos el mar, las olas, y mirábamos el cielo estrellado y la luna creciente. Al lado del mar hacía un poco de frío para mi gusto, pero estábamos muy bien. Estábamos tranquilos. Tanto que incluso podríamos habernos dormido mientras caminábamos. Ya íbamos a dar media vuelta cuando te pregunté si tenías música en tu móvil. Respondiste que no. No importó: eso no detuvo a mi mente para imaginarse las canciones perfectas para ese momento.

Había pasado un par de días muy alegres, divertidos y entretenidos, sin ninguna intención de que ocurriese nada. Claro que, en mi mente siempre pasaban cosas. Momentos que me imaginaba, situaciones comprometidas, sucesos divertidos y extraños. Un sinfín de cosas que no llegarían a pasar nunca. Supongo que en ese momento de tal cansancio y tranquilidad, dejé libre a mi subconsciente y me cogí de tu brazo, sin haber preguntado por tu permiso previamente. No dijiste nada ni te apartaste. Continuamos caminando tranquila y silenciosamente por la playa. A ratos iba apoyando mi cabeza en tu brazo también, ya no sé si por cansancio o porque buscaba un poco de… algo. Quizá eran ambas cosas.

Estaba tan bien… era todo tan idílico, tan irreal… como una de esas situaciones que imaginaba en algún momento de silencio. Pero esto era de verdad. Yo estaba allí. Tú estabas ahí. Conmigo. Contigo. Juntos. The only momento we were alone.

Y yo no quería seguir caminando. No. No era porque estuviese cansada: era porque no quería que terminase ese momento. Quería seguir escuchando esa melodía en mi cabeza, las olas, sentir el frescor del aire en mi cuerpo, tu presencia, la noche, el silencio. Todo.

- ¿Podemos sentarnos un rato? – Pregunté, soltándote del brazo, a medio camino de llegar.- Es que aún no quiero irme a dormir… - me excusé sin querer inventarme alguna explicación.

Me miró somnoliento con su media sonrisa y asintió con un “hm”.

Nos sentamos en la arena y yo suspiré sin motivo. Estaba como en trance mirando el mar y el cielo. En ese momento sólo quería mirarte a ti. Llenarme de ti. De tu todo. ¿Qué hacía yo allí? ¿Cómo había conseguido que las cosas acabasen bien entre nosotros? Tan bien como para estar pasando una noche de ensueño…

- ¿Tienes sueño? – le miré y le pregunté al cabo de un rato, esperando la respuesta más obvia. El me miró medio apoyado en sus brazos, apoyados en sus piernas, y contestó con otro “hm”. -¿Vamos a dormir?

Pero esta vez no dijo nada. Ni siquiera contestó con un “hm”. Y nos miramos largamente. Pero yo le sonreí y me levanté, sacudiéndome la arena de la ropa. Sacudiendo de mi mente aquel beso tan profundo y duradero. Aquel escalofriante momento que deseaba tantísimo que llegase. Aquel momento en el que, finalmente, caminábamos de vuelta cogiéndonos de la mano, entrelazando nuestros dedos. Sacudiendo de mi mente toda esta historia que, como tantas otras, he inventado.

Es triste. Sí. Es triste que acabe así. Pero más triste es saber que nada de esto ha pasado. Que es otra estúpida historia de mi imaginación mientras escuchaba una (o varias) canción. De mis deseos por estar contigo. De lo que te echo de menos.


¿Por qué te amo tanto…?

7 de marzo de 2013

The End Of This Story - It's over between us


...but now I know I won't give to you that. Never. And that's why this is the end of this story.
Thank you for all the memories. It was nice to fall in love again. It was nice to know that  people like  you still exist. 
Takk...

19 de febrero de 2013

Diez Minutos


Estuve en el concierto de Sigur Rós el 16 de Febrero de 2013, en el Sant Jordi Club de Barcelona, y no podía dejar de pensar en él. No dejaba de pensar en que debería haber venido. Debería él, más que yo, haber estado allí. Debería haber visto, escuchado y sentido, haberse llenado de esa música y esas vibraciones. Fue increíble e impresionante. Le grabé las canciones que sabía más le gustaban, aunque luego los vídeos no se viesen o se oyesen bien. “La intención es lo que cuenta”, dicen.

Así que, con la excusa de querer verle (no es la primera vez que, para verle, creo alguna excusa…) fui a su piso con los vídeos en un pen drive. Le avisé antes de si podía ir; le dejé un mensaje en Facebook, pero ni lo leyó ni me contestó a tiempo. Bueno, por lo menos no fue tan descarado como presentarme sin avisar.

Llegué enseguida. Su piso está a unos veinte minutos de mi casa en metro. Iba escuchando Sigur Rós en el trayecto, para distraerme. En realidad no estaba nerviosa en esos momentos, pero sabía que lo estaría. Siempre me pongo muy nerviosa en los instantes siguientes a estar cerca de él. Y así fue.

Llegué, me abrió la puerta de la portería y, cuando llamé a la puerta de su piso, me recibió con los pantalones del pijama, a cuadros y rallas, blancos de fondo y gris y negro el resto. Una camiseta negra y una chaqueta negra a modo, supongo, de bata. Me miró extrañado cuando le enseñé el pen drive. Cruzamos cuatro frases, manteniendo una conversación de besugos tal que así:

- ¿Qué es eso?
- Un pen drive. He venido a traerte los vídeos.
- ¿Qué vídeos?
- Los de Sigur Rós. (esto último se lo dije bajando más la voz, imitándole y, a la vez, medio burlándome de lo bajito que hablaba él y poniendo voz de tonta – ya que le había dicho previamente que le había grabado unos videos del concierto-).
- Ah. Vale. Pasa.

Y le di el pen y entré. Me quedé en la entrada de su cuarto de pie, sin saber qué hacer o dónde meterme. Él me preguntó que si me aburría y le contesté que sí, mucho, y que por eso había ido. Me preguntó que qué iba a hacer y le dije que irme a casa, medio riendo, que no tenía nada que hacer. Y me senté en el suelo, al lado de la puerta de la habitación. Me dijo que había sillas, que podía sentarme, que había sitio. Pero no. Le dije que no, que estaba bien… Podéis comprobar ahí los síntomas de los nervios que empiezan a surgir. En realidad, empezaron antes. Podría haberle dicho que si me dejaba, me quedaría allí un rato, puesto que no tenía nada que hacer. Pero no. Iba a volver a casa, a aburrirme más en un domingo con mal tiempo, después de un gran concierto.

Me dijo que él tenía que fregar los platos y ordenar un poco y también que tenía que hacer algo de faena que hacer. Entonces me devolvió el cacharro, me levanté del suelo, me dio las gracias y me fui.

Me volví a poner la música. En realidad no quería irme. En realidad quería estar con él. De hecho, para eso había ido. Ya sabía que estaba sólo en el piso. Ya sabía que, en realidad, mucha faena no tenía, pues cuando llegué estaba jugando online y, además, acababan de empezar el segundo semestre. Realmente, no estaba nada ocupado. Ni yo. Y continuaba caminando hacia el metro. Pensé “¿Y si vuelvo? ¿Y si le digo que me deje quedarme un rato?” Era raro. Era algo muy raro el irme y volver, pero supe que me arrepentiría. Ya no estábamos tan mal. Ya no era tan incómodo vernos o hablar, así que ¿por qué no? No iba con segundas intenciones, la verdad. Sólo quería eso: estar con él. No me importaba no hacer nada.

Así que volví. Volví a llamar a su puerta y, no sé. No recuerdo como me miró, sólo sé que cuando le dije “¿puedo quedarme un rato?” hizo un gesto de extrañado y me invitó a pasar.

La luz de la cocina estaba encendida. Le dije “puedo fregar los platos y tú hacer faena”. Supongo que pensó que estaba enferma. Más enferma, quiero decir. Me dijo que no, obviamente. Y fuimos a su cuarto. Él se sentó en su silla frente al ordenador y yo deambulé de la entrada de la habitación al comedor. Había vasos en la mesa, los llevé a la cocina. Apareció detrás de mi y me dijo con una media sonrisa, como si le hiciese gracia mi actitud “¿Qué haces? No traigas los vasos, déjalos”. “¿Entonces qué hago? Déjame hacer algo”. Y se fue a su cuarto otra vez, abriendo los ojos de repente y cerrándolos, poniéndolos en blanco, encogiéndose de hombros. No sabría qué decir ni que pensar. Simplemente me dejó. Y me puse a barrer el comedor. Y a limpiar la mesa. Al rato volvió y me preguntó otra vez que qué hacía. Cuando volví a la cocina y me quedé frente al fregadero nos miramos un segundo y me dijo “no vas a fregar los platos”. También medio sonrió cuando lo dijo, esta vez como si le pareciese absurdo todo lo que hacía. Normal. Lo era. Pero estaba nerviosa por estar ahí. No podía simplemente sentarme y mirarle. Mantener una conversación con él, mínimamente decente, me iba a ser muy difícil. No es la primera vez, tampoco, que intento hablar con él en persona y me trabo con las palabras. Es inútil y vergonzoso.

No le fregué los platos. Fuimos a su cuarto y me senté en su cama mientras él estaba jugando en el ordenador. Le dije que no sabía qué hacer, que me hubiese puesto a fregar los platos, pero que no quería que me pegase (obviamente, en broma). A lo que él asintió, sin mirarme, y contestó riendo “te pegaré”.

Me quedé un rato sentada en la cama, mirando cómo jugaba. Luego volví a no saber qué hacer con mis nervios… y me puse a doblarle la ropa. Y quise hacerle la cama, un revoltijo de sábanas, pero me detuvo.

- No dobles la ropa. No hagas nada. ¿No tienes nada que ordenar en tu casa?
- No, mi casa está ordenada.
- Pues desordénala y ordénala otra vez. Déjalo, todo está mejor desordenado.

Entonces me quedé quieta. Le dije que vale, que paraba, que no haría nada más. Lo puse muy nervioso. Incluso abandonó una de las partidas online cuando me dijo que no doblase la ropa. Y me sentí mal. Estaba haciendo mal, sólo que no sabía qué debía hacer. No quería irme aún... Así que me medio tumbé en la cama, con los ojos cerrados, a escuchar música (Explosions in the Sky).

Mientras escuchaba música me dio la sensación de que me hablaba. Le pregunté si me había dicho algo y sí, me había preguntado que por qué no iba a casa. Le pregunté que si me estaba echando. Pensé que le estaba molestando con todo lo anterior. Pero me dijo que no me estaba echando, “pero no sé”. Volvimos a quedarnos en silencio un buen rato. Yo decidí que estaba suficientemente tranquila y apagué la música. Me puse a mirar cómo jugaba y, al final, conseguimos hablar un rato sobre cómo funcionaba el videojuego. Parecía divertido, la verdad, y me gustó cómo me explicaba cosas y cómo se reía cuando hizo el tonto y perdió en una partida jugando contra la máquina.

Al rato se sentó en la cama con el portátil y continuamos sin hablar mucho. Lo cierto es que no me importaba en absoluto no hablar con él. En esos momentos estaba cómoda y tranquila estando cerca suyo. Estaba contenta sólo con estar a su lado. Quizá incluso hubiese preferido estar más cerca todavía, pero decidí que no era momento. No quería incomodarlo más.

Entonces, al rato, llegó uno de sus compañeros de piso, compañero de clase y, también, amigo mío. Cuando pasó por la puerta saludó y flipó lo más lindo al verme. Yo reí por dentro. Nada tenía sentido.

Dijo que si me iba a quedar a cenar. Entonces me asusté. ¿Cuánto rato llevaba allí? Le pregunté la hora. Eran las ocho de la noche. Hacía ya dos horas que estaba allí y el tiempo había pasado como si nada.

Me levanté y fui a la cocina con él. Se iba a preparar la cena porque tenía hambre. Mientras se hacía unas tostadas le conté lo que habíamos estado haciendo: que había venido a darle unos vídeos y me había quedado (omitiendo la vuelta al piso), que había barrido y que él se había enfadado porque no dejaba de hacer cosas… Rió. Me dijo que se sentía mal sabiendo que yo estaba ahí, mientras él se hacía la cena, y yo no iba a comer nada. Así que sin más, y de buenas, le dije que me iba. Y volví a sentarme en la cama con él.

En esos momentos, al fin, me sentí suficientemente cómoda y tranquila. Quería acercarme más a él, pero no sabía cómo. Al final me volví a medio estirar, pero esta vez sobre su pierna/gemelo/rodilla y apoyé mi mano en ella.

Olía bien. Tan bien como siempre. Desde el momento en el que entré en su habitación cuando entré en el piso. Y me sentí muy bien.
Al rato el movió la pierna en la que estaba apoyada y yo aparté la cabeza pensando que le estaba haciendo daño. Al momento me volvió a llamar la atención y me dijo que por qué no volvía a casa si quería dormir. Le dije que no tenía sueño, que no quería dormir. Y era verdad.

Pero siendo ya la segunda vez y, sabiendo que ya era bastante tarde, decidí hacer un último acercamiento.

- ¿Puedo estirarme a tu lado?

Él, con sus ojos un poco achinados, abrió los ojos bastante sorprendido. En respuesta, le dije:

- Sólo diez minutos. Y me voy a casa.
- No entiendo nada… -me contestó mirándome, aún con los ojos bastante abiertos, haciendo notar su sorpresa más todavía.

Pero se apartó. Se hizo a un lado y me dejó un hueco.
Yo apoyé mi cabeza en su espalda y me acomodé. Quería abrazarle, pero estaba con el portátil y no pude. Él me enseñó que estaba dibujando en una página web, cosas sin sentido, líneas y formas que parecían alas, dragones… ¿Cómo no iba a querer a una persona así?

Le dije que me avisase cuando pasasen diez minutos. Y conseguí abrazarle por la cintura. Y le sentí.

Hasta que se acabó el tiempo.

Diez minutos que parecieron un segundo.

Pero diez minutos, después de tres horas, que valieron totalmente la pena.

Después de eso, me despedí de todos (el otro compañero de piso llegó, saludó, y nos vio tumbados – la puerta estaba abierta siempre- y seguramente también flipó y no entendió nada) y salí de esa gran burbuja.

Ahora todo parece un sueño.

Un sueño de una eternidad y un instante.

Un sueño de diez minutos.

28 de enero de 2013

Ojalá eso fuese así


Salió del bar cuando se percató de que nadie estaba pendiente de ella. Cuando eres una persona muy sociable, que habla con todo el mundo, la gente acostumbra a darse cuenta de si estás o no ausente. Aprovechando una de estas distracciones, que estaban todos ocupados jugando al billar, al futbolín o hablando con alguien, se apartó de los demás sin levantar sospechas.

No se había llevado el abrigo y hacía frío. Era una noche de enero, en pleno invierno y con el cielo revuelto. Unas finas gotas de lluvia caían y el aire frío le calaba en los huesos mientras las gotas caían sobre su pelo, sus mejillas y sus manos. Le gustó sentir, por unos momentos, la suavidad de la lluvia y el frío aire en su cuerpo. Momentos después, lo maldijo. Pero pronto se le olvidó.

Algo más intenso y profundo brotó de las profundidades de su mente, sus sentidos y el latir de su corazón. Imágenes, recuerdos y sensaciones que no podía olvidar.

“Sólo el tiempo puede curarlo. Deja pasar el tiempo y todo se calmará y volverá a ser normal”. Se repetía estas palabras una y otra vez para intentar tranquilizarse, pero a la vez que las decía y se las decía una y otra vez, más nerviosa se ponía y más entristecía. Un pequeño sollozo, camuflado en suspiro, se asomó por su garganta, que controló antes de que se produjese el llanto. “Pero, ¿cuánto? ¿Cuánto tiempo ha de pasar? ¿Y por qué no ya?”

Las pocas personas que estaban fuera, al igual que ella, volvían a dentro al terminarse sus cigarrillos. Poco a poco los murmullos que escuchaba en un principio desaparecieron, quedando así sólo ella, sus pensamientos, el frío viento, la suave lluvia y el silencio.

Le echaba de menos. Se había pasado la noche mirándole de la manera más discreta posible. De la manera menos sospechosa. De forma distraída, como si fuese casualidad. Intentando que nadie se diese cuenta, que no hubiese ningún encuentro de miradas. Y cuanto más le miraba, más le admiraba: su piel pálida, sus ojos achinados y la profundidad que le transmitían, la comisura de sus labios un poco hacia arriba, como si estuviese siempre sonriendo, su tosco cuello, firme, su altura, su delgadez, sus manos temblantes, sus dedos largos y finos… Lo miraba y se tranquilizaba. Sólo percibía amabilidad… una amabilidad intachable, intocable. Sólo era. Sólo estaba. Y esa apariencia, junto a lo que sabía de él, de su personalidad y carácter, era lo que…

- ¿Qué haces aquí fuera?
Una voz conocida interrumpió sus pensamientos. Ella había acabado sentándose en el suelo, con la mirada perdida, y dirigió su mirada sorprendida hacia dónde provenía la voz masculina del pelirrojo.

- Nada – respondió ella con voz alta y clara.

- Está lloviendo y hace frío.

- Estoy bien. Ahora entraré.

Él se la quedó mirando unos instantes. Sabía perfectamente que era una chica friolera, así que no creyó posible ese “bien”, al menos no físicamente. Esperaba que ella le devolviese la mirada, pero no lo hizo. Intentó entender su actitud y descifrar aquello en lo que pensaba, pero sabía que adivinarlo era imposible. Ella era impredecible.  Optó por hacer las preguntas más directas y sencillas.

- ¿Estás triste?

- Sí – afirmó ella sencillamente, después de tragar saliva y pestañear un par de veces. Se abrazaba las piernas, sentada en el suelo. Parecía cansada.

- ¿Quieres que me quede contigo?

- No. Gracias – le soltó lo último como si se le hubiese olvidado agradecerle su preocupación y presencia. Lo cierto es que no podía pensar, sino sólo sentir. Sentir y desear que estuviese a su lado la única persona que no le apetecía quedarse con ella.

El pelirrojo echó un vistazo a su alrededor y, por último, a ella. Volvió dentro del bar sin decirle nada más. La conocía. Cuando obtuvo su respuesta supo lo que le pasaba. No creyó necesario hacerle más preguntas, pues sabía que ella no quería hablar. Y él tampoco quería inmiscuirse en sus problemas o entristecerla más removiéndole las entrañas. No era el momento para ser cínico. Tampoco era la persona indicada para reconfortarla, para ayudarla. Pero sabía que había otra persona que, quizá, sí pudiese. Aunque pensaba que a  él no le importaba lo más mínimo, pensó que él sí podría ayudarla. O, como mínimo, hacer que volviese a entrar y que dejase de comportarse como una estúpida, cogiendo frío allí fuera.

Cogió el abrigo de la chica y llamó la atención del chico. Éste le miró en respuesta.

- ¿Te importaría salir a fuera un momento y dárselo? – le dijo mientras le entregaba el abrigo azul.

- ¿Qué es esto? ¿A quién? – siempre hacía ese tipo de preguntas estúpidas. Sabía que era un abrigo, pero ciertamente no sabía de quién era. Aunque lo intuyó.

- A ella. He salido un momento a fuera y la he visto cogiendo frío, pero a mí no me ha hecho caso.

Se miraron unos segundos. Luego él se levantó, con el abrigo bajo el brazo, y se dirigió a la salida. Estaba un poco asqueado, pensando que no entendía por qué debía salir él a buscarla, por qué debía hacerse él responsable de su ausencia. Pero también estaba preocupado por ella, por imaginarse de lo que podía tratarse, y se sintió un poco culpable.

Tras la marcha del pelirrojo, ella continuó pensando, recordando: el verano, sus conversaciones, el cariño que se transmitía a través de las palabras, las tonterías, el cielo azul sin nubes, tumbados en el césped del parque, el primer beso, la calidez de sus labios, la suavidad y la lentitud de las caricias en la espalda, el tonteo, cómo él adivinaba que quería hacerle cosquillas, aunque ella se contuviese,  cuando se agachó para darle un segundo beso, ahora de despedida, el segundo reencuentro, las miradas, el tercer beso, sentados en el sofá, cómo la cogía de la cintura, de la mano, mientras veían la película, su aroma, un cuarto beso esporádico, el fin de la película y el nacimiento de otro beso que pronto desembocaría en algo más, el sudor, más caricias, el lametón en la nariz en la despedida… y el súbito fin de todas aquellas cosas.

La emoción la hizo temblar y derramó dos lágrimas saladas. Estaba deseándolo. Estaba deseando llorar. Era la única manera de sacar toda esa tensión, todos esos recuerdos que mantenía dentro de sí y que no podía ni podría olvidar, al menos por ahora. Quería desviar su atención a otras cosas, quería que pasase el tiempo. De hecho, ya había pasado algún tiempo… pero sus sentimientos no habían cambiado. Y eso la hacía feliz, pero a la vez, la entristecía. Le entristecía ver que no podía compartir ese amor que sentía, ni con él ni con nadie. No podía evitar sentirse sola; no podía evitar desear estar lo más lejos a su lado. A pesar de todo lo bueno y lo malo, no podía evitar…

Había salido y, antes de poder decirle nada, la vio llorar. Vio como le resbalaban las lágrimas, por primera vez. Siempre la había visto alegre, sonriente, incluso cuando quedaron, meses atrás, para hablar de lo que podían hacer, de cómo debían zanjarse las cosas. En aquel entonces, cuando la situación era tensa e incómoda, ella se mostró abierta, comprensiva, un poco alterada… pero en ningún momento demostró su tristeza. Y sin embargo, ahora parecía hundida. Y él no sabía que decir, ni que hacer, ni que pensar. Tragó saliva y la llamó por su nombre. Ella le miró sorprendida y medio asustada a la vez. Él no supo si acercarse más o guardar la distancia. Optó por lo segundo; le tendió el abrigo. Ella se levantó lentamente y, mirando al suelo, lo cogió y susurró un gracias que él, a duras penas, oyó.

Se puso el abrigo y, cabizbaja, volvió a apoyarse en la pared, ahora de pie, secándose las lágrimas. ¿Por qué estaba ahí? ¿Por qué había salido él?

Ambos guardaron silencio. Él porque ya de por sí era poco hablador y, además, no sabía qué decir y ella, por todo lo contrario. Tenía tantas cosas que decirle… pero ninguna tenía la suficiente fuerza para salir de su garganta en aquellos momentos.

El silencio se rompió, finalmente, tras soltar él un pequeño suspiro.

- Hace frío… ¿por qué no entramos?

Pero no obtuvo respuesta. No quería entrar y dejarla allí sola, pero no podía obligarla. No sabía que podía hacer. Aquella situación, verla así, le hacía sentirse a cada minuto un poquito peor. Decidió volver a intentarlo, captar su atención.

- Oye… - le puso la mano sobre el hombro y ella le devolvió la mirada. Pudo ver sus ojos vidriosos más de cerca, reflejando la tenue luz de las farolas. - ¿Qué te pasa? – quiso saber con exactitud.

Ella guardó unos segundos más de silencio. Pudo observar preocupación en su mirada. Sabía perfectamente que él no podía afrontar el verla de esa manera. Lo sabía porque lo sentía. Y ella odió no poderle sonreír. Odió no poder contestarle tranquilo, estoy bien. No te preocupes. Sabía que diciéndole eso no se solucionaría nada. Él continuaría preocupándose, porque él era así: no podía evitar sentirse mal por las personas. Pero al menos, con una sonrisa, le habría quitado un leve peso de encima.

En cambio, esta vez no pudo hacerlo. Ella se sintió culpable por no ser más fuerte. Se sintió mal por no poder hacerle, de una manera u otra, feliz.

- No puedo – sollozó ella, en respuesta a su pregunta.

- ¿No puedes qué? – se extrañó por sus palabras; no entendió la respuesta y soltó esa pregunta casi automáticamente.

- No puedo olvidarte. No puedo… - dejó la frase sin terminar y empezó otra nueva – No consigo distraerme. Aunque hayan pasado unos meses, no consigo dejar de lado lo que siento por ti. He intentado… Lo he llevado lo mejor que puedo hacerlo. Dijiste que fuésemos amigos y yo me he comportado como tal, como una más, con normalidad. Haciendo bromas y todo eso… intentando quitarle importancia ¿sabes?

Hubo unos segundos de silencio y, después de aguantar la mirada, ella continuó hablando.

- Quería que todo volviese a la normalidad cuanto antes, que pudiésemos hablar despreocupadamente de cualquier cosa como antes. Como si fuésemos amigos de verdad. No sé si me explico. He intentado no obsesionarme con todo esto y la verdad es que lo he conseguido. Al principio, ya lo sabes, lo pasé un poco mal. Pero ya está. Sólo eso. Lo normal… Y aunque ahora esté mejor, aunque todo sea “más normal”… - se iba trabando con las palabras. Quería expresarse lo mejor que podía en aquellos momentos. Respiró hondo, sabiendo que, pronto iba a resultarle vergonzoso todo lo que querría decirle.- Aún te echo de menos. Y no puedo hacer nada para dejar de sentirme así. Quiero que pase el tiempo y que se acabe esto de una vez, de verdad. Y no porque no me guste lo que siento por ti, sino porque temo ser una carga para ti. Temo no poder controlar esto, que se me vaya de las manos, y que acabe destrozando lo que tenemos. Sé lo que quiero y sé lo que no quiero: quiero estar contigo, pero no quiero estarlo si sé que con ello no eres feliz. Pero esas ideas, juntas, no son compatibles. Tengo que luchar cada día por retener esos sentimientos, por controlar los impulsos. Y quiero hacerlo porque, si no lo hago, creo que esto acabaría mal. Y eso me haría también infeliz a mi. Pero a veces siento que no puedo controlarlo. A veces llego a mi límite.

Es insoportable la sensación de querer hacerlo y darlo todo y no poder hacer nada. Me siento impotente. Todo lo que puedo hacer es mantenerme al margen… Y observarte desde lejos. Contentarme con hablarte, mirarte y mantener la distancia. Y mientras hago eso, más te admiro y más te amo. Amo todo lo que eres. Te amo, hasta el último centímetro de ti. Incluso aquellas cosas que odio, como que seas callado, no saber lo que piensas, lo que sientes, lo que realmente te importa, lo que es de tu vida. Odio no poder acariciarte, besarte, abrazarte, mimarte sin necesidad de recibir nada a cambio (pues para mi ya es un placer hacer todo eso). Y a la vez que lo odio, amo todo esto y más. Amo que seas distante, porque pienso que estás siendo respetuoso y considerado conmigo. Amo que seas callado porque no necesito saber todo lo que piensas. Sólo necesito sentirlo. Y siento que estás aquí, a mi lado. Y sólo con ello me haces feliz. Sólo con saber que existes, que existe una persona como tú, me hace feliz. Porque sé que nunca harías daño a nadie. Que aunque fueses egoísta, aunque hicieses las cosas por tu bienestar, por tu felicidad, lo harías sin ninguna intención de herir a nadie. Y lo harías, de la misma manera que quisiste mantener la distancia conmigo, de la mejor manera posible. Eres educado, amable, cariñoso. Eres distraído, pero a la vez atento. Eres inteligente, atractivo, adorable. Eres respetuoso y también un poco pasota. Eres un cúmulo de cosas que se contradicen y que, a la vez, tienen sentido.

Te amo porque eres así y no cambiaría nada de ti. Eres perfecto en lo imperfecto. Y te amo porque eres tú. Tú y nadie más.

Sé que no eres imprescindible en mi vida, pero haces de ella todo lo más bello que ella pueda ser. Y sé que no te necesito, porque sé que, algún día, podría continuar adelante, o eso quiero pensar. Quiero y necesito pensar así porque, sino, me hundiría. Pero aunque pienso y siento todo eso, ojalá te quedases conmigo. Ojalá te tuviese, aunque sé que nunca te tuve, ni te tengo ni te tendré. Porque sé que eres libre y siempre lo serás. Porque amo que seas así y espero que siempre lo seas.

Pero ojalá, por unos segundos, te tuviese y fueses mío. Ojalá, por unos segundos, me amases tú a mi igual. Ojalá fuese tuya, aunque también soy libre. Ojalá me deseases como te deseo, como te amo. Ojalá, por unos instantes, por unos segundos infinitos, eso fuese eterno.

Ojalá eso fuese así.

10 de enero de 2013

El olor de los libros


Cuando compras un libro nuevo y pasas las hojas, muchas veces notas su olor. Para mi no es un olor desagradable.

Cuando estoy sola, mientras escucho el silencio, concentrada mientras leo, paso las hojas y me viene ese olor a nuevo. Parece el olor de un periódico, pero al ser un libro lo noto algo diferente. Es un olor que me relaja. Inconscientemente cierro los ojos y parece que esté introduciendo cada una de las letras que contiene el libro que tengo entre manos dentro de mi cuerpo. Podría ser por eso que a mucha gente le aburre leer. No sólo porque un libro contenga demasiada letra, sino por el olor. Es un olor tan relajante que a veces hasta puede aburrirte (o dormirte).

Con los libros viejos o usados también pasa lo mismo, sólo que éstos tienen un olor más seco. El tiempo los desgasta y pierden un poco de vida, aunque eso no quiere decir que no sean interesantes.

Este olor me pareció interesante, porque desde mi punto de vista no mucha gente se fija.

Pienso que hay olores muy comunes, como por ejemplo el de la comida a la hora de comer. Tu estómago está tan vacío que percibe el olor de la comida enseguida. Sea un potaje o una tortilla de patatas, pero ¿cuándo percibe uno el olor de un libro? Quizá estamos tan acostumbrados a oler los libros de la escuela que ni siquiera nos damos cuenta del olor de un libro.

¿A qué huele un libro? ¿A alegría? ¿ A tristeza? ¿A amor?
Quién sabe. Es un olor olvidado.

*Este escrito es en realidad una redacción que hice en el instituto para una asignatura optativa en la que nos pidieron escribir sobre un olor. Ya tiene seis años.

3 de enero de 2013

Quiero leer personas


Sé perfectamente que no soy la mujer a la que gusta, de normal, a todos los hombres y mujeres de este mundo. Y lo sé, no porque me subestime ni sea pesimista o destructiva conmigo misma, sino porque no soy el estereotipo de mujer de ahora.

No tengo el pelo largo y liso u ondulado, voluminoso, hasta el ombligo. No tengo unas piernas largas y finas o un torso delicado y esbelto. No soy alta. Soy delgada y tengo bastante pecho, que cae por su peso. No tengo la piel blanca como la porcelana ni los pezones pequeños y rosados como los pétalos de una flor. Me gusta pensar que tengo una cara bonita, aunque dañada por las ojeras, alguna espinilla esporádica y la desafortunada psoriasis, también repartida por mi cuerpo.

Pero, adivinad qué. ¿Por qué nos gusta leer o escribir? Pensaréis que esto no tiene nada que ver con todo lo que acabo de decir. Os equivocáis.

Aquellas personas que juzgan un libro sólo por su portada, se pierden historias.

Las portadas pueden ser aleatorias, escogidas por alguien que no es ni el propio autor del libro. Las palabras no.
Las palabras, las historias, tienen mucho más significado que las portadas de un libro.

Disfrutamos de un libro realmente cuando leemos la historia y se nos pone la piel de gallina. Cuando saboreamos las palabras, de amor, de miedo, de tristeza, de amargura. Cuando  olemos sus páginas e imaginamos escenarios y escenas enteras, de tensión, de paz, de desafío y aventura, de monotonía. Cuando sentimos la lluvia y la brisa del aire calando en nuestros huesos. Cuando le ponemos ruidos, sonidos, banda sonora de forma inconsciente. Cuando los vivimos.

Así es como nos gusta una historia; así es como conocemos y vivimos un libro. Y de la misma manera, es como conocemos a las personas y vivimos con ellas.

Por eso, aunque como ser humano, animal, no puedo evitar sentirme tanto yo como otros atraída por alguien, no me importa el físico. No me importa su portada.

Me gustan las personas. Quiero leer personas.

Quiero oler su ropa, su pelo, su aliento y descubrir lo agradable y lo desagradable. El olor a limpio, el sudor, el tabaco, el café o el alcohol.

Quiero ver sus ojos, sus pupilas, saber si sus manos son bastas o como las de un pianista. Si se muerden las uñas. Si tienen pecas o lunares, cuantas tienen y dónde.
Quiero ver cómo se mueven, si arrastran los pies, si son gráciles y bailan; si son lentos o va con prisas a todos lados. Si son calmados o nerviosos, ordenados, desordenados o completamente desastrosos, destartalados y desaliñados tanto en su imagen como en sus vidas. Si llevan el ritmo en las venas. Quiero ver sus películas y leer alguno de los libros que han marcado en su ser.

Quiero oír sus voces. Agudas, graves, monótonas, cantarinas. Oír las canciones de sus vidas, de su día a día. Sus historias, sus secretos más profundos. Sus chillidos, berreos y susurros.

Quiero saborear, sus labios a besos, su piel a mordisquitos, puede que otras cosas más obscenas… y sentirlos. Los abrazos, las caricias, los pinchazos. El cariño, la ternura, también el dolor.

No sólo sentir y saborear todo eso, sino sus palabras, sus historias, sus vidas. Quiero que formen parte de mí.

Quiero recordar el momento que he compartido con esas personas y no sólo eso, sino imaginarme sus vidas, como si las hubiese leído, como si fuesen mías y las hubiese sentido en mis carnes y las hubiese vivido.

Por todo esto, no sólo me gustan las portadas de un libro, sino que me gusta leerlos.

Y, por encima de todo, me gusta leer personas.