19 de febrero de 2013

Diez Minutos


Estuve en el concierto de Sigur Rós el 16 de Febrero de 2013, en el Sant Jordi Club de Barcelona, y no podía dejar de pensar en él. No dejaba de pensar en que debería haber venido. Debería él, más que yo, haber estado allí. Debería haber visto, escuchado y sentido, haberse llenado de esa música y esas vibraciones. Fue increíble e impresionante. Le grabé las canciones que sabía más le gustaban, aunque luego los vídeos no se viesen o se oyesen bien. “La intención es lo que cuenta”, dicen.

Así que, con la excusa de querer verle (no es la primera vez que, para verle, creo alguna excusa…) fui a su piso con los vídeos en un pen drive. Le avisé antes de si podía ir; le dejé un mensaje en Facebook, pero ni lo leyó ni me contestó a tiempo. Bueno, por lo menos no fue tan descarado como presentarme sin avisar.

Llegué enseguida. Su piso está a unos veinte minutos de mi casa en metro. Iba escuchando Sigur Rós en el trayecto, para distraerme. En realidad no estaba nerviosa en esos momentos, pero sabía que lo estaría. Siempre me pongo muy nerviosa en los instantes siguientes a estar cerca de él. Y así fue.

Llegué, me abrió la puerta de la portería y, cuando llamé a la puerta de su piso, me recibió con los pantalones del pijama, a cuadros y rallas, blancos de fondo y gris y negro el resto. Una camiseta negra y una chaqueta negra a modo, supongo, de bata. Me miró extrañado cuando le enseñé el pen drive. Cruzamos cuatro frases, manteniendo una conversación de besugos tal que así:

- ¿Qué es eso?
- Un pen drive. He venido a traerte los vídeos.
- ¿Qué vídeos?
- Los de Sigur Rós. (esto último se lo dije bajando más la voz, imitándole y, a la vez, medio burlándome de lo bajito que hablaba él y poniendo voz de tonta – ya que le había dicho previamente que le había grabado unos videos del concierto-).
- Ah. Vale. Pasa.

Y le di el pen y entré. Me quedé en la entrada de su cuarto de pie, sin saber qué hacer o dónde meterme. Él me preguntó que si me aburría y le contesté que sí, mucho, y que por eso había ido. Me preguntó que qué iba a hacer y le dije que irme a casa, medio riendo, que no tenía nada que hacer. Y me senté en el suelo, al lado de la puerta de la habitación. Me dijo que había sillas, que podía sentarme, que había sitio. Pero no. Le dije que no, que estaba bien… Podéis comprobar ahí los síntomas de los nervios que empiezan a surgir. En realidad, empezaron antes. Podría haberle dicho que si me dejaba, me quedaría allí un rato, puesto que no tenía nada que hacer. Pero no. Iba a volver a casa, a aburrirme más en un domingo con mal tiempo, después de un gran concierto.

Me dijo que él tenía que fregar los platos y ordenar un poco y también que tenía que hacer algo de faena que hacer. Entonces me devolvió el cacharro, me levanté del suelo, me dio las gracias y me fui.

Me volví a poner la música. En realidad no quería irme. En realidad quería estar con él. De hecho, para eso había ido. Ya sabía que estaba sólo en el piso. Ya sabía que, en realidad, mucha faena no tenía, pues cuando llegué estaba jugando online y, además, acababan de empezar el segundo semestre. Realmente, no estaba nada ocupado. Ni yo. Y continuaba caminando hacia el metro. Pensé “¿Y si vuelvo? ¿Y si le digo que me deje quedarme un rato?” Era raro. Era algo muy raro el irme y volver, pero supe que me arrepentiría. Ya no estábamos tan mal. Ya no era tan incómodo vernos o hablar, así que ¿por qué no? No iba con segundas intenciones, la verdad. Sólo quería eso: estar con él. No me importaba no hacer nada.

Así que volví. Volví a llamar a su puerta y, no sé. No recuerdo como me miró, sólo sé que cuando le dije “¿puedo quedarme un rato?” hizo un gesto de extrañado y me invitó a pasar.

La luz de la cocina estaba encendida. Le dije “puedo fregar los platos y tú hacer faena”. Supongo que pensó que estaba enferma. Más enferma, quiero decir. Me dijo que no, obviamente. Y fuimos a su cuarto. Él se sentó en su silla frente al ordenador y yo deambulé de la entrada de la habitación al comedor. Había vasos en la mesa, los llevé a la cocina. Apareció detrás de mi y me dijo con una media sonrisa, como si le hiciese gracia mi actitud “¿Qué haces? No traigas los vasos, déjalos”. “¿Entonces qué hago? Déjame hacer algo”. Y se fue a su cuarto otra vez, abriendo los ojos de repente y cerrándolos, poniéndolos en blanco, encogiéndose de hombros. No sabría qué decir ni que pensar. Simplemente me dejó. Y me puse a barrer el comedor. Y a limpiar la mesa. Al rato volvió y me preguntó otra vez que qué hacía. Cuando volví a la cocina y me quedé frente al fregadero nos miramos un segundo y me dijo “no vas a fregar los platos”. También medio sonrió cuando lo dijo, esta vez como si le pareciese absurdo todo lo que hacía. Normal. Lo era. Pero estaba nerviosa por estar ahí. No podía simplemente sentarme y mirarle. Mantener una conversación con él, mínimamente decente, me iba a ser muy difícil. No es la primera vez, tampoco, que intento hablar con él en persona y me trabo con las palabras. Es inútil y vergonzoso.

No le fregué los platos. Fuimos a su cuarto y me senté en su cama mientras él estaba jugando en el ordenador. Le dije que no sabía qué hacer, que me hubiese puesto a fregar los platos, pero que no quería que me pegase (obviamente, en broma). A lo que él asintió, sin mirarme, y contestó riendo “te pegaré”.

Me quedé un rato sentada en la cama, mirando cómo jugaba. Luego volví a no saber qué hacer con mis nervios… y me puse a doblarle la ropa. Y quise hacerle la cama, un revoltijo de sábanas, pero me detuvo.

- No dobles la ropa. No hagas nada. ¿No tienes nada que ordenar en tu casa?
- No, mi casa está ordenada.
- Pues desordénala y ordénala otra vez. Déjalo, todo está mejor desordenado.

Entonces me quedé quieta. Le dije que vale, que paraba, que no haría nada más. Lo puse muy nervioso. Incluso abandonó una de las partidas online cuando me dijo que no doblase la ropa. Y me sentí mal. Estaba haciendo mal, sólo que no sabía qué debía hacer. No quería irme aún... Así que me medio tumbé en la cama, con los ojos cerrados, a escuchar música (Explosions in the Sky).

Mientras escuchaba música me dio la sensación de que me hablaba. Le pregunté si me había dicho algo y sí, me había preguntado que por qué no iba a casa. Le pregunté que si me estaba echando. Pensé que le estaba molestando con todo lo anterior. Pero me dijo que no me estaba echando, “pero no sé”. Volvimos a quedarnos en silencio un buen rato. Yo decidí que estaba suficientemente tranquila y apagué la música. Me puse a mirar cómo jugaba y, al final, conseguimos hablar un rato sobre cómo funcionaba el videojuego. Parecía divertido, la verdad, y me gustó cómo me explicaba cosas y cómo se reía cuando hizo el tonto y perdió en una partida jugando contra la máquina.

Al rato se sentó en la cama con el portátil y continuamos sin hablar mucho. Lo cierto es que no me importaba en absoluto no hablar con él. En esos momentos estaba cómoda y tranquila estando cerca suyo. Estaba contenta sólo con estar a su lado. Quizá incluso hubiese preferido estar más cerca todavía, pero decidí que no era momento. No quería incomodarlo más.

Entonces, al rato, llegó uno de sus compañeros de piso, compañero de clase y, también, amigo mío. Cuando pasó por la puerta saludó y flipó lo más lindo al verme. Yo reí por dentro. Nada tenía sentido.

Dijo que si me iba a quedar a cenar. Entonces me asusté. ¿Cuánto rato llevaba allí? Le pregunté la hora. Eran las ocho de la noche. Hacía ya dos horas que estaba allí y el tiempo había pasado como si nada.

Me levanté y fui a la cocina con él. Se iba a preparar la cena porque tenía hambre. Mientras se hacía unas tostadas le conté lo que habíamos estado haciendo: que había venido a darle unos vídeos y me había quedado (omitiendo la vuelta al piso), que había barrido y que él se había enfadado porque no dejaba de hacer cosas… Rió. Me dijo que se sentía mal sabiendo que yo estaba ahí, mientras él se hacía la cena, y yo no iba a comer nada. Así que sin más, y de buenas, le dije que me iba. Y volví a sentarme en la cama con él.

En esos momentos, al fin, me sentí suficientemente cómoda y tranquila. Quería acercarme más a él, pero no sabía cómo. Al final me volví a medio estirar, pero esta vez sobre su pierna/gemelo/rodilla y apoyé mi mano en ella.

Olía bien. Tan bien como siempre. Desde el momento en el que entré en su habitación cuando entré en el piso. Y me sentí muy bien.
Al rato el movió la pierna en la que estaba apoyada y yo aparté la cabeza pensando que le estaba haciendo daño. Al momento me volvió a llamar la atención y me dijo que por qué no volvía a casa si quería dormir. Le dije que no tenía sueño, que no quería dormir. Y era verdad.

Pero siendo ya la segunda vez y, sabiendo que ya era bastante tarde, decidí hacer un último acercamiento.

- ¿Puedo estirarme a tu lado?

Él, con sus ojos un poco achinados, abrió los ojos bastante sorprendido. En respuesta, le dije:

- Sólo diez minutos. Y me voy a casa.
- No entiendo nada… -me contestó mirándome, aún con los ojos bastante abiertos, haciendo notar su sorpresa más todavía.

Pero se apartó. Se hizo a un lado y me dejó un hueco.
Yo apoyé mi cabeza en su espalda y me acomodé. Quería abrazarle, pero estaba con el portátil y no pude. Él me enseñó que estaba dibujando en una página web, cosas sin sentido, líneas y formas que parecían alas, dragones… ¿Cómo no iba a querer a una persona así?

Le dije que me avisase cuando pasasen diez minutos. Y conseguí abrazarle por la cintura. Y le sentí.

Hasta que se acabó el tiempo.

Diez minutos que parecieron un segundo.

Pero diez minutos, después de tres horas, que valieron totalmente la pena.

Después de eso, me despedí de todos (el otro compañero de piso llegó, saludó, y nos vio tumbados – la puerta estaba abierta siempre- y seguramente también flipó y no entendió nada) y salí de esa gran burbuja.

Ahora todo parece un sueño.

Un sueño de una eternidad y un instante.

Un sueño de diez minutos.