Estuve en el concierto de Sigur Rós el
16 de Febrero de 2013, en el Sant Jordi Club de Barcelona, y no podía dejar de
pensar en él. No dejaba de pensar en que debería haber venido. Debería él, más
que yo, haber estado allí. Debería haber visto, escuchado y sentido, haberse
llenado de esa música y esas vibraciones. Fue increíble e impresionante. Le
grabé las canciones que sabía más le gustaban, aunque luego los vídeos no se
viesen o se oyesen bien. “La intención es lo que cuenta”, dicen.
Así que, con la excusa de querer verle
(no es la primera vez que, para verle, creo alguna excusa…) fui a su piso con
los vídeos en un pen drive. Le avisé
antes de si podía ir; le dejé un mensaje en Facebook,
pero ni lo leyó ni me contestó a tiempo. Bueno, por lo menos no fue tan
descarado como presentarme sin avisar.
Llegué enseguida. Su piso está a unos
veinte minutos de mi casa en metro. Iba escuchando Sigur Rós en el trayecto,
para distraerme. En realidad no estaba nerviosa en esos momentos, pero sabía
que lo estaría. Siempre me pongo muy nerviosa en los instantes siguientes a
estar cerca de él. Y así fue.
Llegué, me abrió la puerta de la
portería y, cuando llamé a la puerta de su piso, me recibió con los pantalones
del pijama, a cuadros y rallas, blancos de fondo y gris y negro el resto. Una
camiseta negra y una chaqueta negra a modo, supongo, de bata. Me miró extrañado
cuando le enseñé el pen drive.
Cruzamos cuatro frases, manteniendo una conversación de besugos tal que así:
- ¿Qué es eso?
- Un pen drive. He venido a traerte los vídeos.
- ¿Qué vídeos?
- Los de Sigur Rós. (esto último se lo
dije bajando más la voz, imitándole y, a la vez, medio burlándome de lo bajito
que hablaba él y poniendo voz de tonta – ya que le había dicho previamente que
le había grabado unos videos del concierto-).
- Ah. Vale. Pasa.
Y le di el pen y entré. Me quedé en la
entrada de su cuarto de pie, sin saber qué hacer o dónde meterme. Él me
preguntó que si me aburría y le contesté que sí, mucho, y que por eso había
ido. Me preguntó que qué iba a hacer y le dije que irme a casa, medio riendo,
que no tenía nada que hacer. Y me senté en el suelo, al lado de la puerta de la
habitación. Me dijo que había sillas, que podía sentarme, que había sitio. Pero
no. Le dije que no, que estaba bien… Podéis comprobar ahí los síntomas de los
nervios que empiezan a surgir. En realidad, empezaron antes. Podría haberle
dicho que si me dejaba, me quedaría allí un rato, puesto que no tenía nada que
hacer. Pero no. Iba a volver a casa, a aburrirme más en un domingo con mal
tiempo, después de un gran concierto.
Me dijo que él tenía que fregar los
platos y ordenar un poco y también que tenía que hacer algo de faena que hacer.
Entonces me devolvió el cacharro, me levanté del suelo, me dio las gracias y me
fui.
Me volví a poner la música. En
realidad no quería irme. En realidad quería estar con él. De hecho, para eso
había ido. Ya sabía que estaba sólo en el piso. Ya sabía que, en realidad,
mucha faena no tenía, pues cuando llegué estaba jugando online y, además, acababan de empezar el segundo semestre.
Realmente, no estaba nada ocupado. Ni yo. Y continuaba caminando hacia el
metro. Pensé “¿Y si vuelvo? ¿Y si le digo que me deje quedarme un rato?” Era
raro. Era algo muy raro el irme y volver, pero supe que me arrepentiría. Ya no
estábamos tan mal. Ya no era tan incómodo vernos o hablar, así que ¿por qué no?
No iba con segundas intenciones, la verdad. Sólo quería eso: estar con él. No
me importaba no hacer nada.
Así que volví. Volví a llamar a su
puerta y, no sé. No recuerdo como me miró, sólo sé que cuando le dije “¿puedo
quedarme un rato?” hizo un gesto de extrañado y me invitó a pasar.
La luz de la cocina estaba encendida.
Le dije “puedo fregar los platos y tú hacer faena”. Supongo que pensó que
estaba enferma. Más enferma, quiero decir. Me dijo que no, obviamente. Y fuimos
a su cuarto. Él se sentó en su silla frente al ordenador y yo deambulé de la
entrada de la habitación al comedor. Había vasos en la mesa, los llevé a la
cocina. Apareció detrás de mi y me dijo con una media sonrisa, como si le hiciese
gracia mi actitud “¿Qué haces? No traigas los vasos, déjalos”. “¿Entonces qué
hago? Déjame hacer algo”. Y se fue a su cuarto otra vez, abriendo los ojos de
repente y cerrándolos, poniéndolos en blanco, encogiéndose de hombros. No
sabría qué decir ni que pensar. Simplemente me dejó. Y me puse a barrer el
comedor. Y a limpiar la mesa. Al rato volvió y me preguntó otra vez que qué
hacía. Cuando volví a la cocina y me quedé frente al fregadero nos miramos un
segundo y me dijo “no vas a fregar los platos”. También medio sonrió cuando lo
dijo, esta vez como si le pareciese absurdo todo lo que hacía. Normal. Lo era.
Pero estaba nerviosa por estar ahí. No podía simplemente sentarme y mirarle.
Mantener una conversación con él, mínimamente decente, me iba a ser muy
difícil. No es la primera vez, tampoco, que intento hablar con él en persona y
me trabo con las palabras. Es inútil y vergonzoso.
No le fregué los platos. Fuimos a su
cuarto y me senté en su cama mientras él estaba jugando en el ordenador. Le
dije que no sabía qué hacer, que me hubiese puesto a fregar los platos, pero
que no quería que me pegase (obviamente, en broma). A lo que él asintió, sin
mirarme, y contestó riendo “te pegaré”.
Me quedé un rato sentada en la cama,
mirando cómo jugaba. Luego volví a no saber qué hacer con mis nervios… y me
puse a doblarle la ropa. Y quise hacerle la cama, un revoltijo de sábanas, pero
me detuvo.
- No dobles la ropa. No hagas nada.
¿No tienes nada que ordenar en tu casa?
- No, mi casa está ordenada.
- Pues desordénala y ordénala otra
vez. Déjalo, todo está mejor desordenado.
Entonces me quedé quieta. Le dije que
vale, que paraba, que no haría nada más. Lo puse muy nervioso. Incluso abandonó
una de las partidas online cuando me
dijo que no doblase la ropa. Y me sentí mal. Estaba haciendo mal, sólo que no
sabía qué debía hacer. No quería irme aún... Así que me medio tumbé en la cama,
con los ojos cerrados, a escuchar música (Explosions in the Sky).
Mientras escuchaba música me dio la
sensación de que me hablaba. Le pregunté si me había dicho algo y sí, me había
preguntado que por qué no iba a casa. Le pregunté que si me estaba echando.
Pensé que le estaba molestando con todo lo anterior. Pero me dijo que no me
estaba echando, “pero no sé”. Volvimos a quedarnos en silencio un buen rato. Yo
decidí que estaba suficientemente tranquila y apagué la música. Me puse a mirar
cómo jugaba y, al final, conseguimos hablar un rato sobre cómo funcionaba el
videojuego. Parecía divertido, la verdad, y me gustó cómo me explicaba cosas y
cómo se reía cuando hizo el tonto y perdió en una partida jugando contra la
máquina.
Al rato se sentó en la cama con el
portátil y continuamos sin hablar mucho. Lo cierto es que no me importaba en
absoluto no hablar con él. En esos momentos estaba cómoda y tranquila estando
cerca suyo. Estaba contenta sólo con estar a su lado. Quizá incluso hubiese
preferido estar más cerca todavía,
pero decidí que no era momento. No quería incomodarlo más.
Entonces, al rato, llegó uno de
sus compañeros de piso, compañero de clase y, también, amigo mío. Cuando pasó
por la puerta saludó y flipó lo más lindo al verme. Yo reí por dentro. Nada
tenía sentido.
Dijo que si me iba a quedar a cenar.
Entonces me asusté. ¿Cuánto rato llevaba allí? Le pregunté la hora. Eran las
ocho de la noche. Hacía ya dos horas que estaba allí y el tiempo había pasado
como si nada.
Me levanté y fui a la cocina con él.
Se iba a preparar la cena porque tenía hambre. Mientras se hacía unas tostadas
le conté lo que habíamos estado haciendo: que había venido a darle unos vídeos
y me había quedado (omitiendo la vuelta al piso), que había barrido y que él se había enfadado porque no dejaba de
hacer cosas… Rió. Me dijo que se sentía mal sabiendo que yo estaba ahí,
mientras él se hacía la cena, y yo no iba a comer nada. Así que sin más, y de
buenas, le dije que me iba. Y volví a sentarme en la cama con él.
En esos momentos, al fin, me sentí
suficientemente cómoda y tranquila. Quería acercarme más a él, pero no sabía
cómo. Al final me volví a medio estirar, pero esta vez sobre su
pierna/gemelo/rodilla y apoyé mi mano en ella.
Olía bien. Tan bien como siempre.
Desde el momento en el que entré en su habitación cuando entré en el piso. Y me
sentí muy bien.
Al rato el movió la pierna en la que
estaba apoyada y yo aparté la cabeza pensando que le estaba haciendo daño. Al
momento me volvió a llamar la atención y me dijo que por qué no volvía a casa
si quería dormir. Le dije que no tenía sueño, que no quería dormir. Y era
verdad.
Pero siendo ya la segunda vez y,
sabiendo que ya era bastante tarde, decidí hacer un último acercamiento.
- ¿Puedo estirarme a tu lado?
Él, con sus ojos un poco achinados,
abrió los ojos bastante sorprendido. En respuesta, le dije:
- Sólo diez minutos. Y me voy a casa.
- No entiendo nada… -me contestó mirándome,
aún con los ojos bastante abiertos, haciendo notar su sorpresa más todavía.
Pero se apartó. Se hizo a un lado y me
dejó un hueco.
Yo apoyé mi cabeza en su espalda y me
acomodé. Quería abrazarle, pero estaba con el portátil y no pude. Él me enseñó
que estaba dibujando en una página web, cosas sin sentido, líneas y formas que
parecían alas, dragones… ¿Cómo no iba a querer a una persona así?
Le dije que me avisase cuando pasasen
diez minutos. Y conseguí abrazarle por la cintura. Y le sentí.
Hasta que se acabó el tiempo.
Diez minutos que parecieron un
segundo.
Pero diez minutos, después de tres
horas, que valieron totalmente la pena.
Después de eso, me despedí de todos
(el otro compañero de piso llegó, saludó, y nos vio tumbados – la puerta estaba
abierta siempre- y seguramente también flipó y no entendió nada) y salí de esa
gran burbuja.
Ahora todo parece un sueño.
Un sueño de una eternidad y un
instante.
Un sueño de diez minutos.
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