Salió del bar cuando se percató de que
nadie estaba pendiente de ella. Cuando eres una persona muy sociable, que habla
con todo el mundo, la gente acostumbra a darse cuenta de si estás o no ausente.
Aprovechando una de estas distracciones, que estaban todos ocupados jugando al
billar, al futbolín o hablando con alguien, se apartó de los demás sin levantar
sospechas.
No se había llevado el abrigo y hacía
frío. Era una noche de enero, en pleno invierno y con el cielo revuelto. Unas
finas gotas de lluvia caían y el aire frío le calaba en los huesos mientras las
gotas caían sobre su pelo, sus mejillas y sus manos. Le gustó sentir, por unos
momentos, la suavidad de la lluvia y el frío aire en su cuerpo. Momentos
después, lo maldijo. Pero pronto se le olvidó.
Algo más intenso y profundo brotó de
las profundidades de su mente, sus sentidos y el latir de su corazón. Imágenes,
recuerdos y sensaciones que no podía olvidar.
“Sólo
el tiempo puede curarlo. Deja pasar el tiempo y todo se calmará y volverá a ser
normal”. Se repetía estas palabras una y otra vez para
intentar tranquilizarse, pero a la vez que las decía y se las decía una y otra
vez, más nerviosa se ponía y más entristecía. Un pequeño sollozo, camuflado en
suspiro, se asomó por su garganta, que controló antes de que se produjese el
llanto. “Pero, ¿cuánto? ¿Cuánto tiempo ha
de pasar? ¿Y por qué no ya?”
Las pocas personas que estaban fuera,
al igual que ella, volvían a dentro al terminarse sus cigarrillos. Poco a poco los
murmullos que escuchaba en un principio desaparecieron, quedando así sólo ella,
sus pensamientos, el frío viento, la suave lluvia y el silencio.
Le echaba de menos. Se había pasado la
noche mirándole de la manera más discreta posible. De la manera menos
sospechosa. De forma distraída, como si fuese casualidad. Intentando que nadie
se diese cuenta, que no hubiese ningún encuentro de miradas. Y cuanto más le
miraba, más le admiraba: su piel pálida, sus ojos achinados y la profundidad
que le transmitían, la comisura de sus labios un poco hacia arriba, como si
estuviese siempre sonriendo, su tosco cuello, firme, su altura, su delgadez,
sus manos temblantes, sus dedos largos y finos… Lo miraba y se tranquilizaba.
Sólo percibía amabilidad… una amabilidad intachable, intocable. Sólo era. Sólo estaba. Y esa apariencia, junto a lo que sabía de él, de su
personalidad y carácter, era lo que…
- ¿Qué haces aquí fuera?
Una voz conocida interrumpió sus
pensamientos. Ella había acabado sentándose en el suelo, con la mirada perdida,
y dirigió su mirada sorprendida hacia dónde provenía la voz masculina del
pelirrojo.
- Nada – respondió ella con voz alta y
clara.
- Está lloviendo y hace frío.
- Estoy bien. Ahora entraré.
Él se la quedó mirando unos instantes.
Sabía perfectamente que era una chica friolera, así que no creyó posible ese
“bien”, al menos no físicamente. Esperaba que ella le devolviese la mirada,
pero no lo hizo. Intentó entender su actitud y descifrar aquello en lo que
pensaba, pero sabía que adivinarlo era imposible. Ella era impredecible. Optó por hacer las preguntas más directas y
sencillas.
- ¿Estás triste?
- Sí – afirmó ella sencillamente,
después de tragar saliva y pestañear un par de veces. Se abrazaba las piernas,
sentada en el suelo. Parecía cansada.
- ¿Quieres que me quede contigo?
- No. Gracias – le soltó lo último
como si se le hubiese olvidado agradecerle su preocupación y presencia. Lo
cierto es que no podía pensar, sino sólo sentir. Sentir y desear que estuviese
a su lado la única persona que no le apetecía quedarse con ella.
El pelirrojo echó un vistazo a su
alrededor y, por último, a ella. Volvió dentro del bar sin decirle nada más. La
conocía. Cuando obtuvo su respuesta supo lo que le pasaba. No creyó necesario
hacerle más preguntas, pues sabía que ella no quería hablar. Y él tampoco quería
inmiscuirse en sus problemas o entristecerla más removiéndole las entrañas. No
era el momento para ser cínico. Tampoco era la persona indicada para
reconfortarla, para ayudarla. Pero sabía que había otra persona que, quizá, sí pudiese. Aunque pensaba que a él no le importaba lo más mínimo, pensó
que él sí podría ayudarla. O, como
mínimo, hacer que volviese a entrar y que dejase de comportarse como una
estúpida, cogiendo frío allí fuera.
Cogió el abrigo de la chica y llamó la
atención del chico. Éste le miró en respuesta.
- ¿Te importaría salir a fuera un
momento y dárselo? – le dijo mientras le entregaba el abrigo azul.
- ¿Qué es esto? ¿A quién? – siempre
hacía ese tipo de preguntas estúpidas. Sabía que era un abrigo, pero ciertamente no sabía de quién era. Aunque
lo intuyó.
- A ella. He salido un momento a fuera y la he visto cogiendo frío,
pero a mí no me ha hecho caso.
Se miraron unos segundos. Luego él se
levantó, con el abrigo bajo el brazo, y se dirigió a la salida. Estaba un poco
asqueado, pensando que no entendía por qué debía salir él a buscarla, por qué
debía hacerse él responsable de su ausencia. Pero también estaba preocupado por
ella, por imaginarse de lo que podía tratarse, y se sintió un poco culpable.
Tras la marcha del pelirrojo, ella
continuó pensando, recordando: el verano, sus conversaciones, el cariño que se
transmitía a través de las palabras, las tonterías, el cielo azul sin nubes,
tumbados en el césped del parque, el primer beso, la calidez de sus labios, la
suavidad y la lentitud de las caricias en la espalda, el tonteo, cómo él
adivinaba que quería hacerle cosquillas, aunque ella se contuviese, cuando se agachó para darle un segundo beso,
ahora de despedida, el segundo reencuentro, las miradas, el tercer beso,
sentados en el sofá, cómo la cogía de la cintura, de la mano, mientras veían la
película, su aroma, un cuarto beso esporádico, el fin de la película y el
nacimiento de otro beso que pronto desembocaría en algo más, el sudor, más
caricias, el lametón en la nariz en la despedida… y el súbito fin de todas
aquellas cosas.
La emoción la hizo temblar y derramó
dos lágrimas saladas. Estaba deseándolo. Estaba deseando llorar. Era la única
manera de sacar toda esa tensión, todos esos recuerdos que mantenía dentro de
sí y que no podía ni podría olvidar, al menos por ahora. Quería desviar su
atención a otras cosas, quería que pasase el tiempo. De hecho, ya había pasado
algún tiempo… pero sus sentimientos no habían cambiado. Y eso la hacía feliz,
pero a la vez, la entristecía. Le entristecía ver que no podía compartir ese
amor que sentía, ni con él ni con nadie. No podía evitar sentirse sola; no
podía evitar desear estar lo más lejos a
su lado. A pesar de todo lo bueno y
lo malo, no podía evitar…
Había salido y, antes de poder decirle
nada, la vio llorar. Vio como le resbalaban las lágrimas, por primera vez.
Siempre la había visto alegre, sonriente, incluso cuando quedaron, meses atrás,
para hablar de lo que podían hacer, de cómo debían zanjarse las cosas. En aquel
entonces, cuando la situación era tensa e incómoda, ella se mostró abierta,
comprensiva, un poco alterada… pero en ningún momento demostró su tristeza. Y
sin embargo, ahora parecía hundida. Y él no sabía que decir, ni que hacer, ni
que pensar. Tragó saliva y la llamó por su nombre. Ella le miró sorprendida y
medio asustada a la vez. Él no supo si acercarse más o guardar la distancia.
Optó por lo segundo; le tendió el abrigo. Ella se levantó lentamente y, mirando
al suelo, lo cogió y susurró un gracias
que él, a duras penas, oyó.
Se puso el abrigo y, cabizbaja, volvió
a apoyarse en la pared, ahora de pie, secándose las lágrimas. ¿Por qué estaba ahí? ¿Por qué había salido
él?
Ambos guardaron silencio. Él porque ya
de por sí era poco hablador y, además, no sabía qué decir y ella, por todo lo
contrario. Tenía tantas cosas que decirle… pero ninguna tenía la suficiente
fuerza para salir de su garganta en aquellos momentos.
El silencio se rompió, finalmente,
tras soltar él un pequeño suspiro.
- Hace frío… ¿por qué no entramos?
Pero no obtuvo respuesta. No quería
entrar y dejarla allí sola, pero no podía obligarla. No sabía que podía hacer.
Aquella situación, verla así, le hacía sentirse a cada minuto un poquito peor.
Decidió volver a intentarlo, captar su atención.
- Oye… - le puso la mano sobre el
hombro y ella le devolvió la mirada. Pudo ver sus ojos vidriosos más de cerca,
reflejando la tenue luz de las farolas. - ¿Qué te pasa? – quiso saber con
exactitud.
Ella guardó unos segundos más de
silencio. Pudo observar preocupación en su mirada. Sabía perfectamente que él
no podía afrontar el verla de esa manera. Lo sabía porque lo sentía. Y ella
odió no poderle sonreír. Odió no poder contestarle tranquilo, estoy bien. No te preocupes. Sabía que diciéndole eso no
se solucionaría nada. Él continuaría preocupándose, porque él era así: no podía
evitar sentirse mal por las personas. Pero al menos, con una sonrisa, le habría
quitado un leve peso de encima.
En cambio, esta vez no pudo hacerlo.
Ella se sintió culpable por no ser más fuerte. Se sintió mal por no poder
hacerle, de una manera u otra, feliz.
- No puedo – sollozó ella, en
respuesta a su pregunta.
- ¿No puedes qué? – se extrañó por sus
palabras; no entendió la respuesta y soltó esa pregunta casi automáticamente.
- No puedo olvidarte. No puedo… - dejó
la frase sin terminar y empezó otra nueva – No consigo distraerme. Aunque hayan
pasado unos meses, no consigo dejar de lado lo que siento por ti. He intentado…
Lo he llevado lo mejor que puedo hacerlo. Dijiste que fuésemos amigos y yo me
he comportado como tal, como una más, con normalidad. Haciendo bromas y todo
eso… intentando quitarle importancia ¿sabes?
Hubo unos segundos de silencio y,
después de aguantar la mirada, ella continuó hablando.
- Quería que todo volviese a la
normalidad cuanto antes, que pudiésemos hablar despreocupadamente de cualquier
cosa como antes. Como si fuésemos amigos de
verdad. No sé si me explico. He intentado no obsesionarme con todo esto y
la verdad es que lo he conseguido. Al principio, ya lo sabes, lo pasé un poco mal.
Pero ya está. Sólo eso. Lo normal… Y aunque ahora esté mejor, aunque todo sea “más normal”… - se iba trabando con las
palabras. Quería expresarse lo mejor que podía en aquellos momentos. Respiró
hondo, sabiendo que, pronto iba a resultarle vergonzoso todo lo que querría
decirle.- Aún te echo de menos. Y no puedo hacer nada para dejar de sentirme
así. Quiero que pase el tiempo y que se acabe esto de una vez, de verdad. Y no
porque no me guste lo que siento por ti, sino porque temo ser una carga para
ti. Temo no poder controlar esto, que se me vaya de las manos, y que acabe
destrozando lo que tenemos. Sé lo que quiero y sé lo que no quiero: quiero
estar contigo, pero no quiero estarlo si sé que con ello no eres feliz. Pero
esas ideas, juntas, no son compatibles. Tengo que luchar cada día por retener
esos sentimientos, por controlar los impulsos. Y quiero hacerlo porque, si no
lo hago, creo que esto acabaría mal. Y eso me haría también infeliz a mi. Pero
a veces siento que no puedo controlarlo. A veces llego a mi límite.
Es insoportable la sensación de querer
hacerlo y darlo todo y no poder hacer nada. Me siento impotente. Todo lo que
puedo hacer es mantenerme al margen… Y observarte desde lejos. Contentarme con
hablarte, mirarte y mantener la distancia. Y mientras hago eso, más te admiro y
más te amo. Amo todo lo que eres. Te amo, hasta el último centímetro de ti.
Incluso aquellas cosas que odio, como que seas callado, no saber lo que
piensas, lo que sientes, lo que realmente te importa, lo que es de tu vida.
Odio no poder acariciarte, besarte, abrazarte, mimarte sin necesidad de recibir
nada a cambio (pues para mi ya es un placer hacer todo eso). Y a la vez que lo
odio, amo todo esto y más. Amo que seas distante, porque pienso que estás
siendo respetuoso y considerado conmigo. Amo que seas callado porque no
necesito saber todo lo que piensas. Sólo necesito sentirlo. Y siento que estás
aquí, a mi lado. Y sólo con ello me haces feliz. Sólo con saber que existes, que existe una persona como tú, me hace feliz. Porque sé que nunca
harías daño a nadie. Que aunque fueses egoísta, aunque hicieses las cosas por
tu bienestar, por tu felicidad, lo harías sin ninguna intención de herir a
nadie. Y lo harías, de la misma manera que quisiste mantener la distancia
conmigo, de la mejor manera posible. Eres educado, amable, cariñoso. Eres
distraído, pero a la vez atento. Eres inteligente, atractivo, adorable. Eres
respetuoso y también un poco pasota. Eres un cúmulo de cosas que se contradicen
y que, a la vez, tienen sentido.
Te amo porque eres así y no cambiaría
nada de ti. Eres perfecto en lo imperfecto. Y te amo porque eres tú. Tú y nadie
más.
Sé que no eres imprescindible en mi
vida, pero haces de ella todo lo más bello que ella pueda ser. Y sé que no te
necesito, porque sé que, algún día, podría continuar adelante, o eso quiero
pensar. Quiero y necesito pensar así porque, sino, me hundiría. Pero aunque
pienso y siento todo eso, ojalá te quedases conmigo. Ojalá te tuviese, aunque
sé que nunca te tuve, ni te tengo ni te tendré. Porque sé que eres libre y
siempre lo serás. Porque amo que seas así y espero que siempre lo seas.
Pero ojalá, por unos segundos, te
tuviese y fueses mío. Ojalá, por unos segundos, me amases tú a mi igual. Ojalá
fuese tuya, aunque también soy libre. Ojalá me deseases como te deseo, como te
amo. Ojalá, por unos instantes, por unos segundos infinitos, eso fuese eterno.
Ojalá eso fuese así.